martes, 1 de enero de 2008

The night is so pretty and so young. Extractos I

(...) Durante el primer semestre compartí piso con dos tías. Una yanqui y, por supuesto una alemana. No podía ser de otra manera, todo el mundo era alemán en Sundsvall, joder. Sin ánimo de resultar excesivamente sintético, ambas eran pelirrojas además de personas despreciables, cada una en su estilo.
Dana, la yanqui, solo salía de su dormitorio un par de veces o tres cada día: para giñar, para lavarse y para untarse sándwiches de crema de cacahuete, único elemento de su dieta que me fue posible atisbar. Era masculina y granujienta. Graeme la llamaba John Wayne y pese a que habitualmente la crueldad del inglés era proverbial, en el caso de mi compañera de piso no exageraba.
Julia era la alemana. Julia estaba bastante buena, pero como toda alemana occidental en condiciones era una hijaputa de categoría. Salía más a menudo de su dormitorio que Dana, pero tampoco era un derroche de sociabilidad. Solíamos coincidir en el balcón para fumar, pues es bien sabido que en Suecia, tan civilizado país, fumar está peor visto que practicar la pedofilia con tetrapléjicos, de manera que estaba terminantemente prohibido dentro de los apartamentos. También cociné para ella alguna vez, estaba enamorada de mis platos. Estoy convencido de que con las putas mierdas que se preparaba ella hasta un lefazo le habría parecido cocina deconstructiva pura conceptual y, por supuesto, “realmente deliciosa”. Seguro que Julia no era una mala chica, solamente que era muy muy MUY hijaputa. Andaba por ahí diciéndoles a sus amiguitas alemanas occidentales que yo era un guarro. Que nunca fregaba los platos, ni bajaba la basura ni limpiaba el apartamento. Joder, ella tampoco lo hacía y a mi me la traía flojísima, no iba a Graeme y Matt con la cantinela de mira que hijaputa es Julia que no friega los platos no baja la basura no pasa el aspirador no me chupa la polla.
Una queja muy propia de ella era que, allá por donde pasara yo, iba dejando un rastro de hebras de tabaco y que eso le repugnaba. También le jodía que fumase en mi dormitorio porque nos iba a caer un paquete de la hostia por mi culpa. Menuda cerda, me tiré los dos primeros meses allí pensando que tenía una relación de puta madre con Julia y que hasta podría algún día echarle un polvo o dos. Esos dos mismos meses se los pasó la muy cabrona largándole a cualquiera que la quisiera escuchar todas las miserias de vivir conmigo. Dana estaba totalmente volada y no nos hablaba a ninguno de los dos y un día se le cruzarían los cables y nos mataría a todos con una motosierra, pero por lo menos no era una hijaputa como Julia.

(...) La madrileña recorrió el mismo camino de degradación y olvido de la propia sustantividad humana que su paisano. La que comenzó como una timorata joven tradicional apegada a su novio de toda la vida, sus ancianos padres, y sus horarios y dietas y costumbres castas y castizas acabó convertida en una graciosísima ninfómana coprófaga y coprófila. Las dos últimas categorías lo eran, espero, sólo de boquilla, aunque he de dejar dicho que desde bien pronto inició un tendencia a la escatología que la evolución seguida por Miriam en aquellos diez meses fácilmente podría haber hecho derivar hacia la pasión por recibir copiosas cagadas sobre su pecho. Miriam se partía la caja cada vez que Graeme y yo la despertábamos de sus larguísimas siestas de pijama, orinal y padrenuestro soltando los más estruendosos y apestosos cuescos en su beatífico rostro dormido. Se incorporaba descojonada de risa y algo ofuscada por la abrupta interrupción del sueño y por el metano de nuestros culos. Seguíamos pediéndonos con desmedida furia, inclementes con su rostro risueño enmarcado de exuberantes rizos alborotados, mientras ella se ufanaba afanándose por devorar con sus narices ganchudas el elixir destilado en nuestros anos.

(...) El viaje en ferry fue un horror. El Báltico es un charco inmóvil, es el vegetal apopléjico de todos los mares de la tierra, no se levanta ni la más tímida de las olas. Pues nos mareamos los cuatro. Nos mareamos tanto que nada más cenar tuvimos que meternos en las estrechísimas cortas cruelmente rígidas camas de nuestro cortísimo estrecho rígido y cruelmente enmoquetado camarote. Un camarote situado justo junto a la sala de máquinas, pasado el quinto infierno, como en el noveno sótano de un vetusto ferry estonio. A Graeme y a mí se nos pasó un poco el mareo, así que nuestros esfínteres aflojaron las ballenas y dimos rienda suelta a una sinfonía anal a dos trompas que flaco favor hizo a nuestras compañeras. La piel de Valentina comenzaba adquirir tonalidades preocupantes, casi verdosas, y la atmósfera de aquel camarote opresivo hacía rato que había sobrepasado con creces el nivel de lo preocupante, la peste era atroz. Miriam aullaba que por Dios saliésemos a cubierta a cagarnos, pero el inglés y yo estábamos más en forma que nunca y no pensábamos renunciar a la excelente sonoridad que aquel cuartucho ofrecía. Valentina trompicaba hasta el zulo que se advertía retrete y con retorcidos espasmos no expulsaba ya más que bilis mientras nuestros culos escupían todo el azufre del averno y la boca de Miriam las más amenazantes invectivas contra nuestro comportamiento indigno e indecente. Era surrealista y bello, era lírica cáustica. Miriam se llevó a Valentina a dar una vuelta por cubierta. Aquella no era Valentina, era alabastro desenfocado con unas tetas enormes y la mirada en un muy lejano más allá. Miriam nos había tocado los huevos con sus quejas, si viajaba con nosotros debía aceptar nuestros pequeños vicios inocentes.
- Sí, tío, mira como Valentina no se queja de nuestros pedos.
Cogí su almohada, me bajé los calzoncillos y tras aplicar sobre ella mi raja del culo con fruición, exhalé el más dantesco de los cuescos que ha visto, escuchado y olfateado el género humano. Ni el propio Graeme daba crédito al hongo nuclear que mis intestinos habían parido. Era tan maravilloso que nos vimos obligados a abandonar el camarote. Qué hedor, qué podredumbre.
Llegados al puerto de Tallin, tomamos un taxi ilegal con cuyo conductor pactamos una carrera bastante económica. El taxista llevaba un monovolumen de última generación poco habitual en un país ex comunista como Estonia, dónde aún podían verse circular destartalados ladas. Y el monovolumen de última generación atesoraba una bien pertrechada colección de revistas pornográficas en cirílico desperdigadas por los asientos sin ningún pudor que hicieron nuestras delicias hasta la llegada a la lejana calle Tihase, donde teníamos reservado alojamiento en una casa particular.
No se muy bien porqué, a partir de las escuetas comunicaciones vía correo electrónico, Graeme y yo habíamos supuesto que Ivo Roosi era un treintañero semicalvo miope y pajillero que regentaba aquel albergue encubierto sito en Tihase 6A. Efectivamente Ivo Roosi rondaba los treinta, pero se trataba de una rubia imponente. Ivo Roosi respondía al modelo de cachonda estonia. Porque las ESTONIAS ESTÁN MUY CERDAS.

(...) En Helsinki no había absolutamente nada que hacer, tampoco podía uno emborracharse como Dios manda puesto que todos los bares que nos había recomendado el recepcionista del hostal eran para maricones. Y es que Marcus, que era como se llamaba el recepcionista en cuestión, era un julandrón de órdago que meneaba el culito salsón por los pasillos del hostal indicándonos aquí está el dormitorio y aquí las duchas y aquí los retretes y aquí os voy a empujar el mojón bien dentro queridos míos. Así que cuando Miriam y Valentina le preguntaron por bares a los que ir, Graeme y yo no pudimos sino mirarnos aterrorizados y confiar en que las chicas se apiadasen de nosotros, o estuviesen muy cansadas o atravesasen una menstruación particularmente dolorosa. Tuvimos suerte, alguno de los tres casos se dio y no nos vimos obligados a pisar territorio comanche.
Al día siguiente de llegar a Helsinki nos arrojamos de cabeza al primer ferry que nos cruzase de nuevo a Tallin. Poco nos quedaba por hacer allí, pero al menos estaríamos a salvo de la morbidez de Marcus.

(...) La última noche que pasé en Liverpool acudimos a un par de antros bastante potables. El primero era un bar de varios pisos en el que lo único que se servía era tequila. Tequila de todos los sabores, desde un delicioso tequila de chocolate hasta un sospechoso tequila de alubias. También había uno con sabor a guindilla que era una puta locura. Y la scouster del dogging era muy demasiado hipster y va y me pregunta que si yo había hecho porno. Graeme tradujo y efectivamente esa era la pregunta. Brindé con ella y le preguntaba porqué y ella no hacía más que insistir en si lo había hecho porque le sonaba mucho mi cara y estaba segura que era de alguna peli porno. Acabé por decirle que sí y quedó muy satisfecha y me invitaba a tabaco y a tequilas con los sabores más absurdos. Me preguntaba por los títulos de las pelis en las que había trabajado y nos fuimos a una discoteca ochentera con videos de George Michael y barra americana. Nos frotábamos con la barra y nos subíamos al podium y la hipster scouster de pelo azul nos besaba a Graeme y a mi en los labios y nos la sudaba todo, era divertidísimo. Entonces arrojé un vaso a la cabeza de una tía. Fue sin querer, pero tuvimos que salir por piernas porque media discoteca intentaba lincharnos y la otra media bailaba Thriller. Y regresé a Sundsvall.

(...) Bien es cierto que sus números en Suecia, hasta donde yo supe, no quedaban exageradamente alejados de la audaz apuesta. Radu mojaba mucho, quizá debido a sus escasos escrúpulos. Le bastaba que su pareja fuese un organismo animado, capaz de responder a ciertos estímulos básicos. Pronto descubrimos que su desafío poco entendía de géneros, a Radu le molaban caracoles y ostras indistintamente. Era un bisexual redomado. Michael se la empujó bien adentro una noche de borrachera. Y muchos escuchábamos al otro lado de la puerta del dormitorio como el americano le mostraba las verdades del imperio mientras el inexperto rumano gemía y lloraba que era muy doloroso. Siempre tuvo pluma. MUCHÍSIMA PLUMA ERA BASTANTE JULAPA. Pero como no hacía otra cosa que pasarse pibas por la piedra pues parecía que había que rendirse a la evidencia: no lo era, solo lo parecía mucho. La verga del marica de Tennessee le dolía atrozmente así que acabó por sacársela. Radu era una putita muy complaciente y se la chupó como contrapartida por haberle ofrecido tan estrecho e inútil ojete. El hijoputa de Michael no se quitó el condón con el que se lo había estado follando, Radu se estuvo comiendo su propio culo durante quince minutos. En el fondo Michael odiaba al rumano. Ni tan en el fondo, su desprecio hacia él era más que evidente. Y nosotros oyéndolo todo al otro lado, descojonados de risa, y Michael también, viendo como Radu tragaba mierda y polla a dos carrillos.

(...) No podía dejar de mear, pasaba más tiempo en el pasillo de acceso a los servicios que en la pista de baile, pero como todos estábamos igual había mucha conversación y buen rollo en la antesala de los meódromos. Hendrik y Roel habían echado al DJ y trataban de hacer un scratching de puta madre, pero estaban tan cocidos que lo único que conseguían era destrozar aquella joya de vinilo. José Luís lo fotografiaba todo, alcanzaba su pulsión cotas obsesivas, joder, me fotografió ocho veces en la cola en ocho viajes diferentes a echar un pis. Valerie necesitaba un hombre urgentemente, por su bien y por el de todos nosotros: la muy cachonda aprovechaba las angosturas del pasillo a los servicios para frotarse con todo aquello que se le pusiese a tiro, ya fuese conocido o anónimo, masculino o ambiguo. Zoe era divertidísima y le tomaba el pelo y le empujaba la cara con la palma de la mano y eso la ponía muy nerviosa y estaba encantadora cuando se encrespaba. Philipinne estaba muy borracha subida en el podium con la ropa totalmente descolocada, entreviéndosele unos pechos estupendos y unos muslos de lo más jugosos. Andrea a lo suyo, tratando de quilar, pero su pieza estaba demasiado borracha siquiera para ofrecer un mínimo de reciprocidad. Además era una española de nosedónde que andaba por allí por nosequé incapaz de farfullar nada similar al inglés. Quería que le hiciese de traductor, le dije que pidiese ayuda a la ONU porque yo me meaba mucho. Al final pasó de todo y se subió al podium, se resignó a no pillar aquella noche, pobrecillo.
Nos cerraron el antro no me quedaba ni una gota de cerveza hora de irse a la cama. Todos los tíos nos metimos con fórceps en una diminuta habitación sin ventanas. Alguien roncaba un huevo, dos o tres tenían una preocupante y olorosísima aerofagia, y COMPARTÍA CAMA CON JOSÉ LUÍS, le supliqué por dios bendito que ni me rozase con aquellas afiladas garras negruzcas que crecían en los dedos de sus pies y nos dormimos como angelitos.

(...) Jorge entró en la discoteca al poco de llegar yo, se había llevado a Maki a su camarote pero cuando empezaba a sacarle la ropa oyó voces fuera, se emparanoió creyendo que Lyz le pillaba con las manos en la merienda y decidió que mejor pasar del tema y volver a la discoteca a echarse unas risas. Maki era una japonesa bastante cochina, picada de viruelas y de pecho abundante que estudiaba en Östersund pero que se había unido a aquel viaje con algunos más de su universidad. Como ya se había follado a todo Östersund a lo largo del semestre, buscaba carne fresca y Jorge estaba obsesionado con follarse una asiática desde octubre, cuando una noche estuvo viendo porno japonés conmigo y con José Luís en el ordenador de éste. Valerie se pegaba un lote guarrísimo con uno de los cubanos del ballet que amenizaba uno de los bares y arrimaba cebolleta como una bestezuela en celo. Me alegré por ella. La maricona que tenía por ex novio andaba magreando a Michael en la pista de baile, tratando de recibir otro bombardeo preventivo y, si fuera posible, volver a practicarle una felación a su propio esfínter insatisfecho. Como Michael pasaba mucho de todo y no se mostraba demasiado receptivo acabó por llevarse a Maki a su camarote. Poco después regresó exultante porque la japonesa se había dejado dar por el culo, es más, ella se lo había pedido. Nos informó de que la pornografía era cierta y efectivamente las japonesas gemían muchísimo, lo cual fue corroborado por Jorge. Aquello me puso cachondo, necesitaba una oriental, pero Maki, que volvía a andar por allí olfateando caza, no me apetecía nada, sobretodo después de haber sido sodomizada por Radu. ZOE. Bailaba subida en uno de los enormes bafles con Philippine, descaradamente borrachas ambas, a Philippine se le veían las tetas impúdicamente, unas tetas que todos coincidíamos en calificar de hermosísimas. Me subí al bafle, me abrazaban y me besaban en un tórrido sándwich glorioso.

(...) Valerie estaba obsesionada con mis calzoncillos del escudo real sueco y me empujaba dentro del minimalista retrete del autobús -para mi era la primera vez que veía un autobús con retrete incorporado y me fascinaba semejante prodigio de ingeniería- y me intentaba quitar los pantalones con la excusa de que todos vieran la erótica de la monarquía y de paso tocarme la polla así medio de soslayo. Yo flipaba con que en medio de un autobús se pudiese echar un pis con todas las de la ley y honestamente se me estaba poniendo un poquito dura con tanto magreo maqueado, así que no le hacía muchos ascos al tema. Se nos unió la graciosa Zoe, atraída por las múltiples coronas oro sobre fondo azul de mis gayumbos o por la incipiente erección que pese a todo el embotamiento alcohólico se abría paso con descaro, y venga de toquetearnos los tres y las dos chicas se besaron, delicioso. El retrete tenía un pequeño orificio para ventilarse que daba al pasillo; el colgado de Jorge, que estaba hasta las cejas de alcohol y sexo desde hacía 72 horas, metió la polla por el agujerito y le dio con la punta a la sien de Valerie, quien quedó encantada. Jorge estaba descomunalmente dotado y Valerie se moría de ganas de tocarle la verga. Le ató un lacito rojo y le colocamos mis flamantes gafas de sol y le hicimos una entrañable fotografía con la cámara de Philippine, que de repente se había puesto cachonda y se estaba dando un filete incandescente con el bueno de Adrien, que pasaba por allí y tenía una novia de Sri Lanka pero que, como a todo hijo de vecino, no le amargaba un dulce, y menos de metrochentaycinco y rubia. Jorge se obcecaba con que me sacase el pito yo también y comparásemos y con darle un pollazo en la cabeza a Inés, que se sentaba delante de él. Se acercaba sigilosamente, se agarraba la polla aún con el lacito rojo -de quién sería el lacito- y en el último momento abandonaba partiéndose el pecho de risa y suplicándome que lo hiciera yo porque a él le daba la risa y qué cojones era mi compañera de piso y si alguien tenía el deber de pegarle un pollazo en la cabeza ese era yo.

(...) -… nano, yo voy muy cachondo, el otro día me vine aquí a conectarme a internet y me busqué un foro de guarras a ver si me subía una al piso a follármela, nano…joder, y había cada cerda… la putada es que Ana estaba en casa, pero yo os juro que cualquier día me subo a cualquier puta de ahí del Raval, y si tiene rabo mejor, así pruebo algo nuevo…voy muy cerdo, nano, mucho…- Era un gigantesco culturista entregado a sus mancuernas; Trinidad era un cachondo y, sí, permanentemente lo estaba. Vivía con su novia en el Raval. Adicto a su bruñida musculatura, a todo tipo de sexo y drogas, el bueno de Trinidad no le hacía ascos a nada. César y yo estábamos flipándolo que lo vibras con el speech- uno más de los suyos- que nos largaba en el balcón de su apartamento mientras bebíamos mojitos y liábamos canutos. A pocos metros de nosotros, Ana, la novia de Trinidad, destruida en el sofá por la diarrea, lo escuchaba todo y a Trinidad se la sudaba; estaba hasta los huevos de ella y por muy buena que estuviera- ciertamente lo estaba, Ana era una rubia imponente de escalofriantes medidas y viciosa como solo una novia de Trinidad podía serlo- cualquier día la echaría de allí, que para algo era él quien pagaba el alquiler. La última que le había hecho era gastarse en un vestido carísimo semitransparente la pasta que Trinidad le había dado para la compra, así que llevaban una semana alimentándose de mejillones enlatados, al menos les quedaba alcohol suficiente “y cocaína, nano”. Lo grave, según Trinidad, no era eso, sino que lo verdaderamente insultante era que Ana ya no se dejaba escupir en la boca mientras se la follaba y, sobretodo, que no se dejaba dar por culo estando con diarrea, cosa que le apetecía mucho probar a nuestro amigo. A Trinidad lo conocíamos de Valencia; era gracioso pero podía llegar a ponerse cansino en sus encendidas apologías de los placeres alternativos, además nunca llevaba dinero encima y siempre había que pagárselo todo, incluida la farlopa, y pagar por una droga que uno no consume acaba por irritar. Como al principio no conocíamos a nadie en Barcelona acompañábamos a Trinidad en sus incursiones por el Raval. Él también se sentía un poco solo -sus únicas amistades hasta nuestra llegada eran las putas de su portal, los chulos de éstas y todos los camellos a los que debía dinero y que no se atrevían con él debido al diámetro de su bíceps- así que nos llamaba a todas horas como una novia despechada y nos invitaba a su casa a comer, a fumar, a tomar y a ver las maravillosas tetas de Ana.

(...) Los mendigos me contaban sus vidas, que eran ciertamente mucho más jodidas que la mía y me daban de sus birras calientes y yo les ofrecía tabaco que aceptaban gustosos. Había uno muy chungo, iba en una silla de ruedas tuneada de chatarra y su mano era un muñón retorcido del que colgaban dos dedos semiatrofiados e inhumanos que me daba a estrechar cada vez que cogía uno de mis cigarrillos. Aquellos hobos hablaban mucho y muy erráticamente, no había demasiada conexión entre lo que formulaban sus mentes atormentadas de santos de la calle y lo que finalmente escupían sus lenguas traposas de miles de noches robadas al frío a punta de alcohol barato; sin embargo, todo aquel atropello de palabras y anécdotas y juramentos e insultos contra las autoridades la familia el sistema si mismos u otros como ellos tenía para mí un sentido unitario trascendente: aquellos tíos no se andaban con zarandajas burguesas, aquellos santos se habían bebido la vida a tragos largos, se la habían fumado sin tabaco y se la habían picado en la carótida con toda la rabia de quien agarra su existencia, le abre las piernas y la viola hasta dejarla exhausta. Y eso los hacía grandes, los hacía magníficos y definitivamente quería ser como ellos QUERÍA SER ELLOS, quedarme en la Rambla tomando latas calientes de cerveza, fumando de prestado, mirando la decadencia de los otros y sabiendo que la vida no vale si no se la aniquila de vivirla muy duro. El de la silla de ruedas me pasó un ácido y me dijo que invitaba él que yo ya me invitaría a la próxima. Ya me lo comía cuando súbitamente apareció César agarrándome de las solapas y apartándome de mis nuevos amigos maestros. Llevaban horas buscándome, estaban preocupados porque estaba muy ciego y temían que cometiese alguna imprudencia- ellos eran los imprudentes, la vida se les escapaba en su infinita salmodia de convenciones y formalismos de formulario y lenguaje de parvulario; yo era un santo, me acababan de iluminar; no, acaban de alumbrarme de nuevo, era un neonato gateando en el camino autodestructivo de la construcción auténtica-.

(...) Bajábamos por la Rambla la madrugada de un martes, serían las cuatro o las cinco; habíamos tomado y fumado en casa de Cappello; habíamos tomado en el Bar del italiano- en realidad el bar se llamaba LP y lo regentaban dos italianos muy cocainómanos, pero nos gustaba la sonoridad de el bar del italiano- y también allí habíamos fumado de lo lindo, en la cocina, una marihuana excelente de un brasileño que aspiraba farlopa sobre el fogón con Albertino, uno de los italianos, mientras nos invitaba a hacernos más canutos, todos los que quisiéramos porque era su cumpleaños; habíamos pasado por el ENFANTS, un antro de pop rock enclavado en medio del Raval repleto de cachondas a ver si caía algo pero como era lunes y la media de edad de las cachondas que frecuentaban el Enfants no pasaba de los dieciocho allí sólo había cuatro borrachos y cinco más cuando llegamos nosotros, así que salimos a la Rambla a pillarle unas estrellas a algún paki. Bajábamos la Rambla con nuestras latas y nuestro pedo indecente y las negras putas nos llamaban a silbidos y gruñidos con los que osaban pretender calentarle las pelotas a alguien; a Borja se le amarró una puta muy puta y muy negra y él, que no tenía escrúpulos ni los conocía, le metió la lengua en la boca hasta las gorjas mientras César llegaba por detrás y le sobaba las tetas y le gritaba al oído que le iba a comer la regla a cucharadas. Cappello llamó al móvil de alguien, no se, y se había metido en un peep show y no sabía cómo salir de la cabina que estaba llena de lefazos, que nos pasáramos porque el espectáculo estaba muy bien y Toro estaba en otra cabina y quería tabaco porque se había acabado el suyo. Cuando llegamos los estaban echando a empujones porque no se podía hablar por teléfono en las cabinas ni fumar, solo hacerse pajas.

(...) Era una lechera llena de antidisturbios acostumbrados a tenérselas tiesas con okupas voladísimos; con la mala hostia de cualquiera al que pusieran a patrullar en miércoles santo, Rambla abajo Rambla arriba a las cinco de la mañana. Nos hicieron pagar todos los platos y retrovisores rotos de aquella noche y de todas las de aquellas Semana Santa y Pascua a Toro, a Cappello y a mí. Nos arrearon en el pecho con unas porras larguísimas y mucho más duras de lo que uno las imagina, nos insultaron- más que a nosotros a nuestras madres que, de sus palabras deduje, eran incluso más putas que las suyas-, y nos amenazaron con tirotearnos y escudarse en la tan clásica y cajón de sastre RESISTENCIA A LA AUTORIDAD y como yo era el único que iba documentado y meterse en papeleos con el consulado mexicano era una exigencia excesiva para las meninges de semejantes microcéfalos uniformados solo a mí me tomaron los datos- o sea que al final solo yo, como todo un huevón, respondí ante la justicia, aunque es precisamente de justicia recordar que si en ese momento estábamos en medio de la Rambla recibiendo hostias en lugar de intimando o intimidando jás en las más lúgubres esquinas de cualquier antro, también la responsabilidad de ello era únicamente mía-.
Aquella experiencia me tocó y reflexioné: ni era un hipster ni lo sería por más que me esforzase y me mintiese y me destruyera; podría destruirme mil veces y las mil seguiría siendo un pringao. Si alguna vez fui algo parecido a un buen hispter auténtico casi genuinamente beat ello sucedió hacía mucho tiempo en Suecia y ya pasó y no regresaría aun empeñándome mucho: no era Jack Kerouac y estar siempre borracho no me traía más que desgracias y no engordaba mi leyenda porque yo sencillamente carecía de leyenda o de cosa que se le pareciese, solo resaca y cuernos y más resaca y ahora encima de los cuernos y la resaca problemas con la ley pero problemas cutres sin ningún carisma indignos incluso de aparecer en esta nivola infame.
No era Jack Kerouac y las musas del alcoholismo no me inmortalizarían ni en la frikipedia y no iba a consumir droga más dura que la marihuana porque era soy fui seré un cobardón; por eso Johanna no sería jamás Mardou Fox y como ninguno seríamos nunca ellos sino nosotros mismos, con nuestras mediocridades y efímeras pequeñas grandezas, tampoco nuestra relación podía ser la de Leo y Mardou...

(...) Coincidió que yo había decidido alejarme un poco de esa corte de los milagros en constante ovación a las gracias del mexicano y que en una sesión de bar tras el máster llegué algo tarde y sólo había sitio libre junto a Felipe. Pese a las severas dificultades que experimentaba para comprender su intrincado castellano selvático logré entresacar que el tío era un ávido lector de Borges, Cortázar, Hesse, Kafka, Camus y otros hitos, además de que el propio Felipe hacía sus pinitos literarios garabateando algún que otro papel y ¡que amaba el fútbol! Como posteriormente hice saber a Johanna, lo de aquella noche fue un amor a primera vista sin rastro de mariconeo, amor en el sentido clásico de la amistad entre muy iguales, Felipe era mi espejo andino, como un gemelo recién hallado tras años de ignorancia mutua. Como iban siempre juntos él y Lorena, también entonces descubrí a Lorena como a toda una mujer con una sorprendente afición a los clásicos rusos y no sólo la niñata calientapollas que pintábamos en la camarilla de Cappello. Aquel rato se consumieron tantas Voll Damms como de literatura y más se platicó, escuchando estupefacto con Johanna y con Lorena a aquel indio temible hablar de Sábato y de Budismo y de las FARC y del pibe Valderrama.